martes, diciembre 26, 2006

NOCHE ESTRELLADA

Por ser el último del año; dos posts por el precio de uno...
Como lo prometido es deuda; también pueden checar Demonios Internos I

el antiDikens



Mario Stalin Rodríguez

Manías que da la soledad, a las 3:45 en punto repite las 12 letras de su deseo siete veces y cierra los ojos con el nombre de la esperanza que es ausencia en los labios. Da algunas, muchas, vueltas bajo las sábanas frías, recordándose el cansancio y los deseos de dormir. Se enoja un poco y se maldice a sí mismo no pocas veces. En este trance, llega el sueño...

Se ve a sí mismo siempre de espaldas, caminando herido, solitario. Siempre de espaldas, va dejando a su paso esperanzas inconclusas. Algunas veces, casi siempre, regresa sobre sus pasos y toma el cadáver de un proyecto entre sus manos, lo sacude con ternura y le da respiración artificial. Lo arropa con su necedad y vuelve a guardarlo en los bolsillos... En el sueño, como en la vigilia; no sabe caminar sin esperanzas.

De pronto, una música indefinida pero conocida, extraña y familiar; su risa, la de ella, la que es ausencia. No tiene punto fijo ni origen definido, ocupa todo el paisaje y es, sin embargo, lejana, como el amanecer por venir.

Siempre de espaldas, se ve a sí mismo buscándola, hasta que la ve; ausente, ajena, a la distancia. Se acerca y, conforme la distancia disminuye, va apreciando los reflejos de luz en su cabello; el aroma de su cuerpo, cuando yacía sonriente, cansada, desnuda a su lado; el sabor de sus labios y, sobre todo, el de su mar salado, el que era tempestad entre la marea de sus sábanas.

Se acerca y, conforme la distancia disminuye, las esperanzas cobijadas de necedad en su bolsillos, se animan y cantan en una Babel arrítmica, pero feliz.

Se acerca y ella voltea, lo ve con sus profundos ojos de Elena sobre Troya; abismos por los cuales se pierden imperios. Lo mira y sonríe, son sus labios las trompetas de Gabriel, las que derrumban las murallas de Jericó. Lo mira, sonríe, abre los brazos y ofrece el espectáculo de su pecho, su bosque espeso, los lunares de su cuerpo. Se acerca y, cuando se encuentra la distancia en que puede estrecharla entre sus brazos, ella se desvanece.

Siempre de espaldas, se mira a sí mismo vacío, sólo cáscara. Aquello que le llenaba se escapa por la nueva herida. Suspira y se incorpora, empieza a caminar de nuevo, a su paso va dejando esperanzas inconclusas. Algunas veces, casi siempre, regresa y toma el cadáver de un proyecto entre sus manos; lo sacude con ternura y le da respiración artificial. Lo arropa con su necedad y vuelve a guardarlo en sus bolsillos... En el sueño, como en la vigilia, no sabe caminar sin esperanzas.

A lo lejos, sin punto fijo ni origen definido, suena la música de su risa; la de ella, la que es única y, al mismo tiempo, todas las risas que ha amado y lo definen.

Entonces despierta. Con los ojos abiertos en la oscuridad sabe ya que dormir será imposible, pues el sueño, como todas las noches, insiste en repetirse. Mira el reloj y se maldice; sólo han pasado 16 minutos desde que se acostó.

Manías que da la soledad, repite el nombre de su ausencia y, a tientas, busca la cajetilla de cigarros y la echa en los bolsillos del pants que hace de pijama. Sale a la azotea y sólo se llama a sí mismo patético algunas veces; en esta soledad que le acompaña, no hay ya nadie a quien el humo moleste que justifique salir al frío para calmar el ansia.

Sonríe y se burla de sí mismo, cierra la puerta, enciende el cigarro y se queda contemplando el firmamento.

En las noches como ésta le da por pensar en ella. No es extraño, en realidad, siempre hay alguna parte de sí mismo que está pensando en ella. Basta un ruido, un aroma, para que su rostro llene su memoria. Pero en las noches como ésta le da por pensar en ella de manera voluntaria. Mira las estrellas y no ve en ellas la inspiración de los poetas, sino los lunares del cuerpo ausente. Sonríe, mira las estrellas y ve la inspiración de los poetas; para él, no hay mejor pretexto para los versos que las constelaciones del pecho de la esperanza.

Se burla se sí mismo y repite su deseo siete veces exactas, manías que da la soledad. Apaga el cigarro y se rasca la barba, resignándose a otra madrugada frente a la pantalla, trabajando. Voltea hacia la puerta y lo ve.


No se sorprende, hace mucho que aprendió a vivir con sus fantasmas, a nutrirse de ellos. Frente a él, recargado en barandal que rodea el ventanal que da a la azotea, el amigo cuyo rostro recuerda a todos los que en el camino lo acompañaron y ahora no están más, sino en el recuerdo. No arrastra cadenas, los fantasmas, los que valen la pena, son aquellos que nos liberan de ellas.

Lo mira y sonríe. Lo saluda con la efusividad de antaño y lo invita pasar y tomar un café. Mientras lo prepara, el fantasma habla.

- Tres visitas tendrás esta noche -advierte-; aprende de ellas.

- ¿Tres visitas? –se burla- y yo con estos pelos... Tendré que preparar más café.

El fantasma le sonríe, levanta los hombros como reconociendo el cínico gesto. En medio de charla más amable termina su café, se despide con una leve reverencia y se desvanece.

Se queda mirando la silla vacía. Se sirve otra taza, mientras considera la conveniencia de ir a buscar algo para leer mientras espera (en su experiencia, sabe que los fantasmas no mienten... salvo cuando lo hacen), ella aparece.


Es ella, el rostro que durante mucho tiempo ocupo su mente hasta que fue remplazado por el de la ausencia. Ella, la que le enseñó que el mutuo deseo es mejor cuando lo acompaña la mutua ternura. Ella, hace tanto tiempo lejana, en un lugar al que aún no sabe seguirla.

Lo mira, ve la taza de café en su mano y sonríe, como reconociendo la costumbre que, como el recuerdo, a pesar de los años, se niega a morir.

-Te acepto una taza –le dice-, creo que nos merecemos la menos una última taza de café juntos, ya que no pudimos despedirnos.

Se sientan y charlan, de la vida y de lo que no lo es. Cuentan chistes malos, se ríen juntos y, a veces, se abrazan, se besan en las mejillas y la frente, como recordando un juego que sólo a ellos divierte.

-¿Cómo anda tu pasado? –pregunta mientras se incorpora para despedirse.

-Cambiando, tu lo sabes –responde mientras la estrecha en sus brazos-; algunas veces aquí, otras allá. Tu lo sabes, el pasado no es estático, cambia conforme nosotros cambiamos y nos ayuda a caminar. Cuando congelamos el recuerdo, tu lo sabes; solo sirve para atarnos.

Se miran a los ojos, se sonríen, se besan... Abrazados se despiden hasta que ella desaparece.

Se acomoda el cabello y mira la cafetera considerando servirse otra taza. Desecha la idea, aún faltan dos visitas y debe guardar para ellas. Toma un cigarro de la cajetilla y abre la puerta que de la cocina da al traspatio. Alguien lo abraza por la espalda.


Reconoce las manos, tanto sueña con ellas que sería absurdo mirarlas y no saber hasta su último detalle. Cierra los ojos y, sin voltear, estrecha los brazos que rodean su cuello entre sus manos, disfrutando del calor que da la esperanza.

-Ya no fumes, monstruo –dice la voz de la ausencia en su oído-, sabes que no me cansaré de decírtelo.

No responde, solo se limita a aspirar el aroma de su aliento.

-¿Cómo está? –pregunta la música de su voz, mientras recarga su barbilla en su hombro.

-Caminando –responde-. Algunas veces feliz, otras no tanto... Mal dormido, mal comido; normal. Caminando, Monstrua, en tu ausencia.

Recargada en su hombro, lo mira y suspira, como lo hacía cuando estaban juntos y algo la extrañaba o parecía confirmar un temor.

-¿Qué? –pregunta él, aún con los ojos cerrados y sus brazos entre sus manos.

-No te entiendo –responde-, o tal vez lo hago muy bien; no lo sé.

-Es sencillo, Monstrua, guardo el recuerdo de tu presencia, tu olvido del tiempo; la sal de tu mar. Lo arropo en mi necedad y lo guardo en mi bolsillo, junto a la esperanza de tu regreso. Es sencillo, Monstrua, tu lo sabes; no sé caminar sin esperanzas.

Lo abraza y estrecha un poco más. Lo besa en la mejilla y él quiere apretar sus brazos en sus manos, para retenerla, pero sólo encuentra vacío. Abre lo ojos y mira su reflejo solitario en el vidrio de la ventana, reconoce en él al rostro de su cáscara, el hombre hueco.

Mira los cigarros aún en la cajetilla, cierra la puerta y se burla un poco de sí mismo. Se sienta sin fumar, esperando. Casi al amanecer, ella, ellas, aparecen.


Son distintas, casi tanto como son idénticas. Son distintas y son la misma. Todas, tan diferentes, tienen el rostro de la esperanza; los ojos de Elena sobre Troya, la sonrisa que es trompeta de Gabriel. Reconoce en sus cuerpos las constelaciones que sueña, el firmamento de su pecho.

Algunas sonríen, otras no tanto; alguna, incluso, ensaña una mueca de desprecio.

Las mira y se incorpora, saluda con una leve reverencia, como quien se quita el tricornio adornado de cascabeles. Ensaña un sonrisa felina y da la bienvenida a las esperanzas que frente él adivina.

Así recibe la luz del amanecer que las visiones desvanece.


Mira el reloj. Se baña, antes de salir mira el reloj de nuevo; repite las 12 letras de su deseo siete veces exactas, manías que da la soledad. Sale a la calle y empieza caminar, siempre él mismo, que es ser decir, distinto; coherente.

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